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Si en alguno o en todos estos puntos hay, en el fondo de su corazón,
duda, insatisfacción o anhelo de algo mejor, su camino es el
arrepentimiento.
Pero inicie con una mirada en tres direcciones:
Hacia arriba: Vea la perfección y santidad del Dios que lo creó. Revise
su vida frente a la ley que él estableció para sus criaturas; ley dada
por Moisés, pero confirmada por Jesucristo. ¿En cuál o cuáles de sus mandamientos
ha fallado y cuántas veces lo ha hecho? Si tan sólo ha fallado una vez
en uno de esos mandamientos, ya está separado de la presencia de Dios que
no tolera el pecado, es decir, la infracción de la ley (1 Juan 3:4).
Hacia adentro: Vea lo que usted es y lo que ha hecho, sienta dolor por su
condición y confiese sus limitaciones. No intente iniciar otra vez
en sus propias fuerzas ni busque en otro mortal la ayuda que usted
necesita, ¡volverá a fracasar!, ¡volverá a pecar!
A su alrededor: Convénzase de que no hay nada ni nadie en esta tierra que
pueda transformarlo ni otorgarle la virtud necesaria para ya no pecar,
y menos aún, para borrar los errores de su pasado, es decir perdonar su
pecado. |
Y así, parado frente al abismo que lo separa de Dios, clame a él desde
lo profundo de su corazón, que Dios oye la voz del corazón contrito y humillado
y del espíritu quebrantado (Salmo 51:17). Sienta la necesidad y tenga la
seguridad del profeta y, como él, deje que su corazón doliente clame: Conviérteme,
y seré convertido (Jeremías 31:18).
Esto nos lleva a una segunda verdad, muy ligada a la primera: para que
el arrepentimiento lleve fruto, éste debe llevarlo a la conversión, pero,
¿qué entendemos por conversión?
CONVERSIÓN
es un cambio total en nuestra forma de ser y actuar, como producto de haberse
detenido y decidido comenzar de nuevo en una dirección totalmente opuesta y con
recursos totalmente diferentes, habiendo puesto la feen Dios, convencidos de
que él y sólo él lo hará una realidad.
Éste es el fruto digno de arrepentimiento del que nos habla la Biblia (Mateo
3:8). Pues tan sólo sentir dolor por el ayer, es ser como los fariseos
y saduceos que venían para ser bautizados por Juan el Bautista. Esto en
nada cambia la condición del hombre delante de Dios.
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