Tenemos en nuestra lectura otro discurso, sacrificios y fiesta. Después de dedicar nuestras vidas a Dios debemos tener lo mismo.
Es necesario recordar las promesas de Dios y nuestras promesas a él. Muchas de las promesas de Dios son condicionales y si no cumplimos nuestra parte, no nos extrañe que nos falte poder y bendición.
Los sacrificios fueron tantos que el altar resultaba pequeño y no cabían en él los holocaustos. ¿Nos podrá pasar esto a nosotros? Por lo general nuestros sacrificios son más pequeños que el altar; nuestro amor no corresponde al amor con que fuimos amados ni nuestra gratitud a las misericordias de Dios para con nosotros (Ro. 12:1,21Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. 2No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.).
Dedicarnos a Dios y ofrecernos a él en “sacrificio vivo” no es algo pesado ni gravoso. El creyente dedicado y consagrado a Dios no debe andar con la cara larga. En su corazón debe rebosar la alegría, el gozo y la gratitud (v. 66Y al octavo día despidió al pueblo; y ellos, bendiciendo al rey, se fueron a sus moradas alegres y gozosos de corazón, por todos los beneficios que Jehová había hecho a David su siervo y a su pueblo Israel.). Su vida ha de ser una fiesta, no de catorce días, sino de toda la vida.