La Palabra de Dios es verdad, es apoyo de nuestra fe y es también como un espejo (Stg. 1:23-2523Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. 24Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. 25Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace.). El salmista usa este espejo cinco veces en este salmo y cada vez dice: “... soy yo” (vs. 19,63,94,125,14119Forastero soy yo en la tierra; No encubras de mí tus mandamientos. 63 Compañero soy yo de todos los que te temen Y guardan tus mandamientos. 94 Tuyo soy yo, sálvame, Porque he buscado tus mandamientos. 125 Tu siervo soy yo, dame entendimiento Para conocer tus testimonios. 141 Pequeño soy yo, y desechado, Mas no me he olvidado de tus mandamientos.).
La ley de Dios imparte sabiduría a quienes meditan en ella y la obedecen. Muchos creyentes, sin educación formal, demuestran más saber que los sabios según el mundo.
Hay peligros, lazos, muchas veredas torcidas, pero los estatutos divinos nos guían, alumbrando nuestros pasos e iluminando nuestro camino. Sigamos la luz “de continuo, hasta el fin” (v. 112 112 Mi corazón incliné a cumplir tus estatutos De continuo, hasta el fin.).
La ley de Dios nos defiende. Es escudo y escondedero, es sustento y sostén. A veces nos sentimos muy débiles y necesitamos de consejo y fuerza para obedecer. Dios, en su Palabra, nos da las dos cosas.