Un hombre y una mujer buscan insistentemente el poder de Dios. Doce años antes, el primero se había gozado con el nacimiento de su hija; la segunda se había entristecido con el descubrimiento de una terrible enfermedad. Hoy, la alegría del uno se había vuelto tristeza y la tristeza de la otra, desesperación. Ambos buscan la solución de sus problemas. Él, con protocolo y ceremonia, ella, con timidez y en el anonimato. Se acercan a Cristo, quien oye a los dos y corrige los errores de ambos.
Al primero ha de señalarle que, al reconocimiento público de su poder y deidad (se postró), debe añadir fe (vs. 22,23,3622Y vino uno de los principales de la sinagoga, llamado Jairo; y luego que le vio, se postró a sus pies, 23y le rogaba mucho, diciendo: Mi hija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá. 36Pero Jesús, luego que oyó lo que se decía, dijo al principal de la sinagoga: No temas, cree solamente). A la segunda le enseña que su fe ha de ir acompañada de confesión (v. 33Entonces la mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le dijo toda la verdad. ).
Sin embargo, erraríamos en nuestro comentario si no subrayáramos lo siguiente: Dios ve la ansiedad y persistencia con que su criatura busca librarse del pecado. A Dios le agrada que públicamente declaremos nuestro cambio, pero sobre todo, busca que haya mayor fe en sus criaturas (vs. 34,3834Y él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote. 38Y vino a casa del principal de la sinagoga, y vio el alboroto y a los que lloraban y lamentaban mucho.).
Si no hay fe, aunque todo lo demás exista, Dios no puede actuar.